Por Eduardo Pizarro Leongómez.
Este artículo fue publicado originalmente en el
periódico El Tiempo.
En los últimos días del mandato de Andrés Pastrana, el
gobierno suscribió el Tratado de Roma, que establecía la Corte Penal
Internacional de La Haya. Sin embargo, introdujo una salvaguarda prevista en el
artículo transitorio 124, mediante la cual la Corte solamente podría abocar los
crímenes de guerra perpetrados en el país al cabo de siete años. El tiempo se
acabó: el próximo 5 de agosto, todos aquellos (guerrilleros o funcionarios
estatales que violen las normas del Derecho Internacional Humanitario) deberán
responder ante la justicia nacional por crímenes de guerra, es decir, la
violación de las leyes o costumbres de la guerra (reclutamiento de menores,
toma de rehenes, minas antipersonales, ataques indiscriminados que afectan a la
población civil, etc.) o, en su defecto, ante el tribunal internacional.
Este hecho amerita una profunda reflexión, debido a
sus hondas repercusiones internas: ¿es viable, en estas condiciones, un proceso
de paz? ¿Van las Farc y el Eln a suscribir acuerdos de paz sin el incentivo,
propio del siglo XX, de amplias leyes de amnistía? ¿Están todos los países que
llegaron al siglo XXI con conflictos armados internos condenados a una solución
militar, es decir, al modelo Sri Lanka y el aniquilamiento reciente de los
Tigres de Liberación del Eelam Tamil? ¿O, a pesar de este tratado, existen
márgenes de negociación posible? ¿Cuáles?
El artículo 124 del Tratado de Roma sostiene que
"no obstante lo dispuesto en los párrafos 1 y 2 del artículo 12, un
Estado, al hacerse parte en el presente Estatuto, podrá declarar que, durante
un período de siete años, contados a partir de la fecha en que el Estatuto
entre en vigor a su respecto, no aceptará la competencia de la Corte sobre la
categoría de crímenes a que se hace referencia en el artículo 8 cuando se
denuncie la comisión de uno de esos crímenes por sus nacionales o en su
territorio".
Esta salvaguarda fue discutida entre el equipo
saliente y el equipo entrante del nuevo presidente electo, Álvaro Uribe, a
mediados del año 2002. Ambos equipos la consideraron pertinente. La
justificación, como explicó en su momento el recién nombrado alto comisionado
para la Paz, Luis Carlos Restrepo, era concederles a los grupos armados un
período de tiempo razonable para firmar acuerdos de paz sin la injerencia de un
tribunal internacional.
Esta decisión generó en aquel año una dura polémica.
Múltiples sectores sociales y políticos adversos a la salvaguarda consideraban
que esta les concedía una patente de corso a los grupos armados para continuar
delinquiendo impunemente. Otros sectores pensaban, por el contrario, que era
necesaria para avanzar en los acuerdos de paz.
¡Qué paradoja! Los criminales grupos paramilitares de
extrema derecha optaron por su desmovilización ante el riesgo de su juzgamiento
en La Haya. Mientras tanto, las Farc y el Eln no tomaron en consideración esta
nueva realidad global -el nacimiento de la jurisdicción penal internacional- y
ahora deberán pagar las consecuencias de su ceguera y de su intransigencia.
Pensaron que antes de siete años estarían gobernando desde la Casa de Nariño
-como afirmaban en una euforia triunfalista sin límites durante las
negociaciones en San Vicente del Caguán- y no, como ocurriría finalmente, en un
grave estado de postración.
¿La salvaguarda fue, finalmente, una mala decisión? Es
ya inútil este debate. Lo cierto es que a partir del 5 de agosto enfrentamos un
nuevo desafío: lograr un equilibrio entre justicia y paz. Ya hemos logrado una
rica experiencia con el proceso adelantado mediante la Ley 975 del 2005 con los
grupos paramilitares. Ahora, debemos aplicar el mismo modelo o, al menos uno
muy parecido, a los grupos guerrilleros: si quieren firmar un acuerdo de paz
bajo los parámetros del siglo XXI y no terminar en La Haya, deberán responder
ante la justicia nacional.
Los tiempos de la impunidad ya son cuestión del
pasado.
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