"Cualquier recurso a la guerra, a cualquier tipo de guerra, es un recurso a medios que son inherentemente criminales. Guerra, inevitablemente, es un curso de asesinatos, asaltos, privaciones de la libertad, destrucción de la propiedad.

"


Robert Jackson

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domingo, 18 de enero de 2015

Exponiendo la tortura: La virtud de la hipocrecía americana.

JUAN FRANCISCO LOBO

Enero 15 2015

Mientras los críticos denuncian la hipocresía de Estados Unidos debido a la publicación del informe de su Senado, tenemos que repensar si la hipocresía no podría tener alguna virtud y si es que podría ser mejor que otras alternativas.

La reciente publicación del informe del Senado de Estados Unidos sobre actos de tortura cometidos por agentes de seguridad de ese país  ha sido caracterizada por muchos como otra instancia más de la “hipocresía norteamericana”. Después de todo, ¿cómo podemos respetar los valores de un país que pretende difundir la democracia y el respeto por los derechos humanos a lo largo del mundo, pero que en lugar de eso ha violado gravemente tales derechos en su celo por librar la “guerra contra el terror”?



En este debate, sin embargo, debemos definir primero la hipocresía y luego distinguirla del cinismo. La hipocresía es, como lo puso La Rochefoucauld, “el homenaje que el vicio rinde a la virtud”  (“the homage that vice pays to virtue”), una admisión de que las normas virtuosas existen, al tiempo que se procura disfrazar su infracción. El “cínico” admite su escepticismo por ciertas normas y abiertamente las infringe, sin siquiera intentar esconder su falta de observancia. El “hipócrita”, por otro lado, reconoce el valor de la regla, simulando su cumplimiento pero socavándola secretamente.

La hipocresía norteamericana, entonces, no puede ser reducida a cinismo, y esto es algo positivo. Como dice Jane Mayer en su libro The Dark Side, Estados Unidos no sólo ha pretendido ser el paladín de la democracia y la libertad en las relaciones internacionales. También se ha caracterizado desde los tiempos de George Washington por respetar las leyes de los conflictos armados que prohíben el maltrato a los prisioneros de guerra. Esta tradición vuelve tanto más oprobiosas las faltas o vicios de un país que desde sus orígenes ha pretendido defender principios humanitarios, en la guerra y en la paz.  

Pero la discusión sobre las razones que vuelven inaceptable la tortura también se ha desviado. Algunos aducen que se debería evaluar en justicia una práctica atroz como la tortura, a la luz de los resultados positivos que contribuye a obtener. Si la tortura funciona para impedir que los terroristas consigan sus objetivos, ¿por qué deberían las agencias militares y de seguridad restringir su arsenal para cumplir con su cometido? ¿Por qué no, incluso, legalizar la tortura, como un tributa que el derecho rendiría a la realidad, como lo ha propuesto el profesor Alan Dershowitz?

Esta línea argumental adolece de dos defectos. Primero, no hay evidencia empírica que demuestre la efectividad de la tortura en la entrega de la información relevante por la persona interrogada. Con mucho, la persona torturada dirá lo que sea que su captor quiera escuchar. Él o ella ya no es un agente racional sino solamente, como lo ha dicho el profesor chileno José Zalaquett, “la carne que aúlla”.

Pero, en segundo lugar y más importante, el punto de la discusión se ha perdido si es que permanecemos en el problema de la eficacia de la tortura, como un asunto pragmático, en lugar de preguntarse por la corrección de la tortura en primer lugar, como un asunto de principio. Para evocar el lenguaje del filósofo del siglo XVIII, Immanuel Kant, (la prohibición de) la tortura debería ser discutida al nivel de los imperativos categóricos y no de los imperativos hipotéticos.

El escenario de la “bomba de tiempo”, por ejemplo, es un ejercicio filosófico bien conocido que confronta las aproximaciones morales kantianas con doctrinas consecuencialistas como el utilitarismo.  Cuando el tiempo se acaba, ¿vale la pena conseguir la información necesaria a cualquier precio, porque son los resultados los que cuentan? ¿O deberíamos asignar primordial importancia a los medios usados para obtener ese resultado?

Al discutir el escenario de la bomba de tiempo a comienzos de los 70s, Michael Walzer identificó tres actitudes hacia este problema: la del político maquiavélico, que yo llamaría un cínico; las del héroe trágico weberiano (por el sociólogo alemán Max Weber), que sabe que torturar está mal pero lo hace de todos modos y acepta las consecuencias morales en su conciencia; y la del asesino justo a la Albert Camus (el novelista francés), que entiende que al torturar comete un mal (o cuando mata a inocentes para derrocar a un tirano) pero está dispuesto a enfrentar las consecuencias morales y los castigos legales por sus actos. Así, tanto el personaje weberiano como el camusiano descritos por Walzer (él prefiere a Camus) encarnan el “valor” de la hipocresía, un mal redimible, por oposición al vicio radical e irreparable del cínico maquiavélico, que no se disculpa por nada.   

Dentro de todo, las instituciones de Estados Unidos, representadas esta vez por el Senado y otras veces por la Suprema Corte, son las que en último término han cuestionado las prácticas despreciables de la guerra contra el terror. Este ejercicio de auto-conciencia pública es muy inusual entre las superpotencias en la historia de la humanidad.

El escenario ideal es que no haya ninguna potencia hegemónica que oprima a otros pueblos. Pero, si ha de haber una superpotencia, entonces es mejor que sea una hipócrita en lugar de una cínica. Cuando menos la primera es capaz de rendir tributo a la virtud, cultivando la esperanza de que algún día ésta no necesite ser falsamente honrada desde las tinieblas, sino que pueda brillar con su propia luz.

Juan Francisco Lobo es el Coordinador Académico de los Cursos de Derechos Humanos Online y profesor de Teoría del Derecho en la Universidad Diego Portales, Chile, y profesor de Derecho Penal Internacional en la Universidad Adolfo Ibáñez, Chile.


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