VHEIDELBERG –
Raramente se pueden leer noticias esperanzadoras. A finales de Junio, el
Tribunal Penal Internacional para la Antigua Yugoslavia (ICTY) absolvió al
antiguo líder Serbio Bosnio Radovan Karadžić de los cargos de genocidio. Podría
esto sonar como una mala cosa: Karadžić, quien alertó a los musulmanes Bosnios
que la Guerra podría conducirlos por la ruta del infierno, merece ser
sentenciado por los actos que le valieron la absolución: homicidio, acoso y
masacre más allá de lo imaginable. Pero por genocidio? Mejor no.
De hecho,
deberíamos deshacernos completamente del genocidio como crimen. El concepto
legal de genocidio es tan incoherente, tan dañino a los propósitos que la ley
internacional persigue, que hubiera sido mejor no haberlo inventado. La
absolución de Karadžić, quien todavía es sometido a juicio por otros cargos
relacionados con las mismas atrocidades, es una oportunidad para alcanzar la
sensible meta de retirarlo.
Esta no fue
solamente una absolución. El ICTY decidió que, luego de dos años de juicio, la
fiscalía no había presentado suficiente evidencia para que algún juez
encontrara a Karadžić culpable de genocidio en el inicio de la Guerra Bosnia
(él encara una cargo separado por la masacre de Srebrenica en Julio de 1995, y
la fiscalía apeló la absolución). La corte ha sido consistente : con
solo algunos juicios pendientes, no ha formulado condenas por genocidio, aparte
de Srebrenica.
El cargo más
amplio fue siempre riesgoso, pero, para muchos defensores, es un culto de fe
que el genocidio se desarrolló a todo lo ancho de Bosnia. Sin
embargo, el problema con el Genocidio no es de un juicio igual de amplio,
porque el crimen en sí mismo es doblemente incorregible: es defectuoso en su
definición y problemático en sus efectos políticos y morales.
El genocidio
requiere una “intensión especial”. Un genocida debe querer cometer un
determinado crimen y destruir el grupo de la víctima. En el derecho
doméstico, el motivo detrás del crimen es usualmente irrelevante, y por una
buena razón. Las personas tienen razones complejas para actuar ilegalmente. Además,
siendo la guerra una empresa colectiva en la cual matar a los enemigos puede
ser legal, dicha complejidad se incrementa.
El intento de
probar la intensión genocida ha conducido a los fiscales a la espesura de la
interpretación. Tales son las lecciones de la Gran Serbia, que distrayendo el
núcleo forense de los juicios y motivando su politización, hace que los
acusados secuestren los procedimientos con sus propias glosas justificatorias.
La alternativa, -relajando los estándares probatorios- minaría valores tales
como la legalidad y la duda razonable, los cuales son esenciales para un juicio
justo. La rigurosidad de los requerimientos del genocidio implica que es, -y
así debe ser- difícil condenar al acusado.
Esto es
consistente con nuestra intuición de que el genocidio es único. Pero mientras
que conceder un estatus supremo al “crimen de crímenes” podría aparecer moralmente
atractivo, el efecto gravitacional del genocidio distorsiona la política y el
derecho internacional.
El genocidio
hace ver otros crímenes menos importantes. Cuando Goran Jelisić – un guardián
de campo en Bosnia que se llamaba a sí mismo “el Serbio Adolfo”-, fue absuelto
por el cargo de genocidio en 1999, uno podría haber concluido de la reacción de
asombro de la fiscalía, que Jelisić había salido libre. La verdad es que él
confesó otros 31 cargos que cubrían fundamentalmente los
mismos actos, y fue sentenciado a 40 años en prisión.
De la misma
manera, las reacciones frente a la decisión en el caso de Karadžić muestra que
tan inflados están los riesgos percibidos. Alguien dijo que absolviéndolo se
negaba el sufrimiento de las víctimas, como si solamente importara el
genocidio. Esto es solamente porque el reconocimiento del sufrimiento se ha identificado tan dogmáticamente con un crimen, que todo lo demás se ve
inadecuado.
El problema se
extiende más allá de Bosnia. La pregunta de si “fue genocidio?” no contribuye mucho a
iluminar que fue hecho a aquellos armenios por aquellos otomanos durante la
primera guerra mundial. Actualmente los turcos, deseando discutirlo
e inclusive disculparse por las masacres, se niegan a admitir el “crimen supremo”,
pero los armenios no aceptan otra connotación. Cualquier grupo cuyo
sufrimiento no es llamado “genocidio”, supone que es una víctima de segunda
clase. Esto es
moralmente perverso. No es peor matar
personas por su etnicidad que por sus creencias políticas, su género, o por el
puro placer de verlos morir. Sin embargo es precisamente lo que
presupone entronizar el genocidio.
El costo
político es alto. El estatus de genocidio alivia la presión a intervenir en
crisis que son “solo mortales”. Sin embargo, enunciando el genocidio de manera
muy liberal, abarata su valor, enredando los esfuerzos a responder a
las exterminaciones en debates acerca su precisa naturaleza legal.
A pesar de esos
problemas, perseguir el genocidio podría ser valedero si fuera la única manera
de establecer la responsabilidad de asesinatos en masa. Pero no es
así. Enterrado debajo de los titulares acerca de la absolución de
Karadžić hay otros cargos: sera enjuiciado por los mismos actos, pero
clasificados como crímenes contra la humanidad y crímenes de guerra. Si
la fiscalía produce suficiente evidencia, Karadžić será sentenciado por los
mismos bombardeos y actos de francotiradores, los mismos asesinatos y
violaciones. Todo lo que se habrá perdido es la oportunidad para
etiquetar esos actos como “genocidio”.
Esta es la
razón real para abolir el “crimen de crímenes”: su redundancia. No
hay un acto de genocidio que no sea también otro delito. El genocidio es un
crimen de caracterización, una interpretación. En vez de analizar
los motivos del asesino, es mejor afirmar nuestros propios valores negando
que cualquier razón nunca podría justificar tales actos.
El genocidio es
una manera socialmente significativa para describir una especie de
aniquilación. Es la categoría legal lo que debemos cuestionar. Necesitamos
crímenes internacionales que estén mínimamente caracterizados, análogos de los
crímenes domésticos, con tan poco espacio de interpretación como sea
posible. En juicio, no necesitaremos saber por qué los hombres
cometen masacres para condenarlos por ello.
Acabemos con el
genocidio tal y como lo conocemos – parando el genocidio, pero también abandonando
el delito de genocidio-. Llamemos los problemas que lo componen por
sus antiguos nombres. Eso se hará por Karadžić cuando la sentencia
llegue: él todavía está en juicio y todavía podemos denominar sus crímenes.
Copyright Project Syndicate
Timothy
William Waters, es
profesor de Indiana University Maurer School of Law and a Humboldt Fellow at
the Max Planck Institute for Comparative Public Law and International Law,
trabajó en el ICTY en el juicio de Slobodan Milošević.
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