08 de Octubre del 2011
Los resultados en sanidad, salud y educación muestran un desolador paisaje en el país asiático.
Cuando se ha cumplido el décimo aniversario de la guerra en Afganistán, con la mirada puesta en el calendario de retirada de las tropas extranjeras, que concluirá en el 2014, los afganos deben hacer frente a desafíos que nada tienen que ver con atentados suicidas o el conflicto armado.
Aunque la situación de seguridad sigue siendo crítica, como lo admitió el viernes el presidente Hamid Karzai, los mayores problemas son de carácter social. Desde el 2001, la comunidad internacional ha donado unos 23.000 millones de dólares en ayuda al desarrollo, pero más de 60 por ciento del país carece de agua potable para consumo humano.
El dato es tan alarmante que Kabul, con cinco millones de habitantes, podría quedarse sin agua potable en una década.
En Afganistán, el acceso a los hospitales es gratuito, pero las familias deben adquirir las medicinas para que sus hijos puedan ser tratados.
En un país donde el 70 por ciento de la población sobrevive con menos de cuatro dólares diarios, invertir en medicamentos es imposible. Por eso, los datos de mortalidad infantil hielan la sangre: 150 de cada 1.000 niños mueren antes de cumplir los 5 años.
Las Naciones Unidas calculan que en Afganistán hay más de 600.000 niños de la calle que no tienen la posibilidad de ir a la escuela porque sus familias necesitan los ingresos. Esta situación deja en papel mojado cualquier excusa de por qué el dinero de los países donantes se destina a la maquinaria de guerra y no a la educación.
Otra complicación que se suma al oscuro panorama de Afganistán es la de los oasis del opio. Auténticos vergeles de amapolas brotan en los campos de las conflictivas provincias sureñas del país.
Helmand esta considerada la mayor fábrica de opio de Afganistán, especialmente el distrito de Musa Qa'lah, donde los granjeros dedican tres partes de su tierra a plantar adormidera mientras la restante la destinan al trigo. Según un informe de la DEA (agencia antidrogas de Estados Unidos), los beneficios obtenidos por la insurgencia rondan los dos millones de dólares anuales.
Los talibanes, el grupo fundamentalista al que las tropas aliadas y la Otan no han podido vencer en diez años, sacan el mayor beneficio a través de un impuesto revolucionario que cobran a los campesinos (cerca del 40 por ciento del total de la venta del opio) y que les reportó 1'300.000 dólares en el 2010.
Ethel Bonet
Para EL TIEMPO
Kabul
Para EL TIEMPO
Kabul
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