"Cualquier recurso a la guerra, a cualquier tipo de guerra, es un recurso a medios que son inherentemente criminales. Guerra, inevitablemente, es un curso de asesinatos, asaltos, privaciones de la libertad, destrucción de la propiedad.

"


Robert Jackson

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miércoles, 1 de febrero de 2012

Justicia para otros.

De los esfuerzos de los Estados Unidos por establecer cortes penales internacionales, y por permanecer fuera de su alcance.

Enero 13, 2012

Luis J. Leano.

Este artículo está basado en los comentarios escritos por Philippe Sands, profesor de Derecho en la University College de Londres. En él se realiza una interesante referencia al libro “Todas las almas perdidas (All the Missing Souls)” , escrito por David Scheffer. Se trata de un recuento de los esfuerzos de los Estados Unidos por establecer cortes penales internacionales, y por permanecer fuera de su alcance.

Hace setenta años, en Enero 12 de 1942, representantes de nueve países ocupados por la Alemania Nazi se reunieron en el Palacio St. James en Londres, para discutir acerca de los crímenes de guerra alemanes perpetrados contra poblaciones civiles. Liderados por Charles de Gaulle y el general polaco Sikorski, resolvieron colocar “entre sus principales objetivos de Guerra, el castigo de los culpables y responsables de esos crímenes a través de los canales de una justicia organizada, bien fuera que los hubieran ordenado, perpetrado, o de cualquier manera participado en ellos”. Esto concretó un compromiso hecho algunas semanas antes por Roosevelt y Churchill, de establecer una comisión de Crímenes de Guerra para investigar los hechos y para asegurarse de que los perpetradores de tales crímenes “respondieran por ellos ante cortes de justicia”.



Si bien es cierto que esto es una ideología estándar hoy, para entonces un compromiso de someter crímenes internacionales a la “justicia organizada” era algo altamente inusual. Esto condujo directamente al primer tribunal militar internacional de la historia, creado en Londres en el verano de 1945 e instalado en Núremberg, que procesó los principales criminales de guerra Nazis. Diecinueve fueron condenados por crímenes contra la paz, crímenes de guerra y, con gran adelanto para ese tiempo, por crímenes contra la humanidad, un término acuñado por el profesor de leyes de Cambridge, Hersch Lauterpacht. A Núremberg siguió el tribunal militar internacional de Tokio. Entonces, en 1948 los Estados adoptaron la Convención sobre el Genocidio, la cual consagra la idea de un tribunal internacional permanente para procesar a aquellos acusados de nuevos crímenes, que trabaja junto con los cortes nacionales competentes bajo el principio de la jurisdicción universal. Este, que se convirtió en el primer instrumento moderno de derechos humanos, también marcó un hito al criminalizar tales actos en tiempos de paz o de guerra, incluso cuando se comete dentro de las fronteras naciones contra los propios ciudadanos de un Estado.

Por cerca de cinco décadas no pasó mucho como para hacer de la idea de las cortes penales internaciones una realidad concreta. Por años expertos legales trabajaron en la Comisión de Derecho Internacional de las Naciones Unidas, sobre las minucias de una posible Corte Penal Internacional (sobre la cual finalmente se logró un acuerdo en 1994). Entonces, en el marco de la matanza y la inacción internacional con que se atendió la disolución de Yugoslavia, algo finalmente cambió.

David Scheffer, el autor de este meticuloso recuento, estuvo presente en primera fila en aquellos importantes años, marcando una segunda etapa en la creación de justicia penal internacional. De 1993 a 1997 se desempeñó como consejero de Madeleine Albright, embajadora de los Estados Unidos ante las Naciones Unidas y luego, hasta 2001, por nominación del presidente Clinton, se convirtió en el primer embajador de Estados Unidos para asuntos relacionados con crímenes de guerra.

Scheffer está de esta manera particularmente bien situado para describir los cambios que ocurrieron en ese periodo de ocho años. Estuvo directamente envuelto en los esfuerzos para establecer dos cuerpos ad hoc –el Tribunal Penal Internacional para la Antigua Yugoslavia (ICTY) en 1993, y el Tribunal Penal Internacional para Ruanda en 1994. En ambos casos los tribunales fueros establecidos por el Consejo de Seguridad en respuesta a las atrocidades que habían ocurrido de cara a las fallas políticas y la inacción. Cuatro años después, en Roma, encabezó el equipo de negociación de Estados Unidos para la Corte Penal Internacional, adoptada en el verano de 1998. Y en los años que ejerció el cargo, estuvo envuelto en el establecimiento de cortes internacionalizadas para lidiar con los crímenes cometidos en Sierra Leona.

Para cuando Scheffer dejó el cargo, el panorama legal internacional era muy diferente del primero que había observado. Las cortes internacionales son ahora parte del emergente y frágil orden mundial, con jueces independientes y fiscales compitiendo con gobiernos y cortes nacionales para prevenir la impunidad. Los retos son visibles hoy en Libia, como que el nuevo gobierno de la nación norte africana y la CPI luchan para decidir la suerte de Saif Gaddafi, acusado de crímenes contra la humanidad.

“Todas las almas perdidas (All the Missing Souls)” es principalmente el recuento de una persona involucrada, escrita desde la perspectiva de Estados Unidos. No es una crítica, pero se obtiene una clara descripción de los esfuerzos del Departamento de Defensa de los Estados Unidos para evitar la posibilidad de que su personal militar pudiera estar sujeto a la jurisdicción internacional, y los trucos de varios políticos republicanos para bloquear desarrollos internacionales que limitaran la acción de Estados Unidos y su soberanía. Ningún país ha hecho más para crear un sistema de justicia internacional que los Estados Unidos, y para mantenerse a sí mismo fuera del alcance del sistema. El recuento de Scheffer establece que para Estados Unidos, inclusive para la administración Clinton, se trataba de hacer leyes penales internacionales para otros.

Ningún reto fue más agudo que la creación de la Corte Penal Internacional. Al respecto Scheffer no ahorra moderación. Confirma que algunas de las instrucciones que envió Washington para las negociaciones del Estatuto de Roma fueron “auto destructivas”, en gran parte motivadas por el “miedo al procesamiento de soldados americanos y funcionarios”. Se le dieron instrucciones de promover el papel protagónico del Consejo de Seguridad, de tal manera que se permitiera a Estados Unidos vetar cualquier cuestión problemática. La aproximación fue condenada al fracaso: en algunas materias el mundo había avanzado desde 1945. Incluso la Gran Bretaña escogió su propio camino, con un gobierno laborista que trataba a la Corte como “la plataforma para un nuevo orden internacional”. Scheffer quedó aislado con Rusia y China y, “prácticamente con nadie más”. Al final, Estados Unidos vió el respaldo de una poderosa coalición de organizaciones no gubernamentales y Estados en el movimiento de los no alineados. Japón, Francia y la Gran Bretaña abandonaron la posición de Estados Unidos de oponerse a un fiscal independiente que podía iniciar investigaciones motu propio.

El efecto de esta aproximación fue desastroso para Estados Unidos, como lo hace claro el recuento de Scheffer sobre las cuatro semanas de negociaciones. El 6 de Julio de 1998 la situación era “cada vez más sombría”. El 15 de Julio Scheffer se encuentra con un “mordaz editorial del New York Times” que llama al resto del mundo a olvidar los Estados Unidos y proceder a un acuerdo. Al dia siguiente Washington lo instruye para mantener propuestas que llama “futiles” y someterlas a voto. Casi no encuentra respaldo. Siguiendo la debacle, se le ordena obtener un voto registrado escrito en la adopción del Estatuto de la CPI, sabiendo que una derrota vergonzosa es una muerte segura. Eso justamente ocurrió. De los 148 Estados votantes, la oposición de Estados Unidos es respaldada por solo seis Estados: China, Israel, Irak, Cuba, Siria y Yemen.

Dieciocho meses después de esta “debacle” –que reflejaba un nuevo orden que Washington estaba teniendo dificultades en asimilar- Clinton sin embargo firmó el Estatuto de Roma, poco antes de dejar el cargo. Unos meses después el presidente George W Bush retiró la afiliación de Estados Unidos al Estatuto. No obstante, la total objeción de la administración Bush a la CPI desapareció lentamente , y en 2005 Estados Unidos se abstuvo en el Consejo de Seguridad de votar refiriendo la situación de Sudan, que no era parte del Estatuto, al fiscal de la CPI. Seis años después Estados Unidos votó a favor de referir la situación en Libia, que tampoco es parte del Estatuto. La CPI es mayor de edad, una parte permanente del panorama. Este es un desarrollo en el cual Scheffer puede y debe encontrar consuelo. Inclusive si algunas veces se enfrentó a tareas difíciles, sus instintos fueron correctos y sus logros significativos, y ha ofrecido un balance y un recuento justo que toca muchos aspectos importantes.

Acierta al enfocarse en la importancia de escoger jueces y fiscales dignos y en la necesidad de definir con gran cuidado los crímenes sujetos a procesos internacionales. Acierta también al considerar la posibilidad de amnistías que al evitar procesos penales, pongan un fin temprano a los asesinatos.

En otros aspectos sin embargo, es quijotesco. Porqué debería Estados Unidos poder prevenir que sus nacionales fueran sometidos a procesos ante la CPI si matan o torturan en un país que es parte del Estatuto de Roma, como Afganistán por ejemplo? Porqué no debería la Corte Penal Internacional para la Antigua Yugoslavia detener a nacionales afiliados a la OTAN por el bombardeo de una estación de televisión en Belgrado? El peligro real que Scheffer no trata en profundidad es que el sistema que ha sido construido entrega una justicia desequilibrada, de los poderosos y los victoriosos, solamente contra los perdedores y débiles Y, a pesar de su respaldo por el principio de la complementariedad, -la necesidad de dar a las cortes naciones el papel principal para perseguir crímenes internacionales-, no dice nada acerca del extraordinario arresto de Augusto Pinochet en Londres, en Noviembre de 1998.

Una gran pregunta flota alrededor de esas páginas: para qué son realmente las cortes penales internacionales? Omar al-Bashir permanece activo en el cargo años después de que la CPI lo acusara de genocidio. Scheffer toca el punto del efecto disuasivo de esos nuevos cuerpos, pero de seguro espera mucho de ello. La evidencia sugiere que aquellos que permanecen acusados de haber cometido crímenes internacionales simplemente cambian sin problemas sus planes de viaje. En verdad, las cortes internacionales son todavía un tema de castigo a algunos, de prevención, establecimiento de hechos y de la meta a largo plazo de clarificar las reglas que aplican a las futuras atrocidades que seguramente ocurrirán. Ellas también pueden servir para deslegitimar ciertos líderes, como ocurrió con Muammar Gaddafi en Libia.

Un antiguo colega académico y distinguido profesor de historia legal inglesa, me recordó alguna vez cuanto tiempo tomó el desarrollo del sistema de cortes inglesas. “Esas cosas toman tiempo” –dijo- “inclusive siglos”. Estaba en lo cierto. Estas son épocas tempranas, como que el sistema de justicia penal internacional emerge de su fase medieval. Es un largo recorrido.

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