Editorial del periódico El Espectador.
Abril 26, 2015
Hace un siglo comenzó la persecución, el desplazamiento y asesinato de cerca de un millón y medio de armenios, pueblo que terminó pagando las derrotas y la desmembración del imperio turco-otomano durante la Primera Guerra Mundial.
Esta horrorosa matanza ha sido virtualmente olvidada de la historia mundial, bien sea por intereses políticos o estratégicos. Su definición como el primer genocidio del siglo XX, tal y como se recuerda por estos días, parece lo más apropiado.
La conmemoración de este doloroso hecho ha generado diversas interpretaciones y pone sobre la mesa la importancia de que prime la verdad por encima de ciertos intereses coyunturales. Turquía se niega a aceptar que lo que sucedió un siglo atrás sea un genocidio, aunque reconoce que hubo asesinatos masivos contra los armenios. Todo, dicen, en el confuso marco de la Gran Guerra. Dicho país se ha convertido hoy en una potencia media regional en la muy convulsionada zona del Medio Oriente. Su importancia e influencia radica en ser una especie de fiel de la balanza entre los grupos musulmanes moderados, el fundamentalismo militante y el surgimiento de grupos yijadistas sanguinarios como el Estado Islámico. Así las cosas, las grandes potencias y los países de Occidente, en general, no quieren agriar sus relaciones con Ankara por un acontecimiento que consideran deplorable. Pero pare de contar.
En 1915 el otrora poderoso imperio turco-otomano se derrumbaba. Un grupo de oficiales llamados los Jóvenes Turcos había tomado las riendas políticas y apostó por el caballo perdedor al unirse a Alemania contra los Aliados. Tras los reveses militares contra los rusos en el Cáucaso, se acusó a los armenios de colaborar con Rusia. Se decidió entonces obligarlos a dejar sus tierras y abandonar de la noche a la mañana todas sus pertenencias. Al no tener dolientes, la minoría armenia debió acatar las órdenes, pues nadie quiso impedir este desplazamiento forzado. Se abrió así el telón para las masacres, asesinatos por doquier y la muerte de cientos de miles de hombres, mujeres y niños debido al hambre, el cansancio y las enfermedades. De allí la cifra cercana al millón y medio de personas que perdieron la vida, aunque las autoridades turcas hablan de unas 300.000.
Quienes lograron huir iniciaron una diáspora similar a la que más adelante viviría el pueblo judío frente a la barbarie nazi. Son ellas quienes han mantenido vivo el recuerdo de lo acontecido y buscado en sus países de asilo la reivindicación a dicha barbarie. Precisamente dentro de la Convención de la ONU sobre Genocidio de 1948 se le define como las acciones llevadas a cabo con la intención de “destruir, total o parcialmente, una nación, una etnia, raza o grupo religioso”. Esto es lo que ha llevado a la discusión jurídica de si el mismo existió o no en el caso del pueblo armenio. Argumentos van y vienen. Del lado del gobierno turco se ha esgrimido la tesis de que a pesar de lo sucedido nunca hubo una intención de destruir a los cristianos armenios. De hecho, se pone como argumento a su favor que en su momento el gobierno juzgó y condenó a la pena de muerte el gobernador de Anatolia por los asesinatos en masa. Sin embargo, figuras como el premio nobel Orhan Pamuk han cuestionado la verdad oficial.
Lo cierto es que en el momento más de 20 países, entre Argentina, Bélgica, Bolivia, Canadá, Chile, Chipre, Francia, Grecia, Italia, Líbano, Lituania, Holanda, Polonia, Rusia, Eslovaquia, Suecia, Suiza, Uruguay, el Vaticano y Venezuela, reconocen la sucedido como un genocidio. En estos días el papa Francisco reiteró su posición. El Congreso de los Estados Unidos también lo hizo en 2010 con una ley que fue vetada. Algo similar ocurrió con el parlamento en Francia. No está de más solicitar a nuestro gobierno que, a pesar de las muy buenas relaciones existentes con Turquía, pueda dar este paso, que haría justicia a unos hechos y un pueblo que merecen este mínimo reconocimiento histórico.
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El original del artículo anterior puede revisarse en el siguiente enlace:
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