Por: Luis J. Leaño.
En el mundo profundamente contradictorio en el que
vivimos, las incongruencias resultan a menudo ridículamente patentes. Según la
portavoz de Unicef en Ginebra, Marixie Mercado, el número total de niños en
situación de "malnutrición severa" en Somalia, Kenia y Etiopía alcanza
ya la cifra de 2,3 millones de infantes. Esta organización internacional
ha solicitado a sus miembros 1.900 millones de dólares para ayudar a estas
naciones africanas a combatir la hecatombe humanitaria, pero de esa cantidad
solo se ha financiado hasta la fecha menos de la mitad. La subsecretaria
general para Asuntos Humanitarios de la ONU (OCHA), Valerie Amos, dijo que "Tenemos
un agujero de 1.000 millones de dólares" en una crisis que va para largo.
Por
contraste, la guerra de Afganistán, que acaba de cumplir nueve años, le cuesta
solamente a Estados Unidos, según diversos análisis del Congreso, 100.000
millones de dólares por año, siete veces el producto interno bruto de
Afganistán. El costo, hasta 2010, de esa guerra y la de Irak, combinadas, ha
sido de 1,1 billones de dólares, sin contar con los recursos invertidos por
otras naciones de la coalición que mantienen tropas acantonadas en el país asiático
con el solo propósito de combatir los talibanes. Con lo que invierten los países poderosos del
mundo en menos de un mes de operaciones militares, se aliviaría la crisis humanitaria
de África, incluyendo la tarea de arrebatar 780.000 niños de las garras del
hambre.
Si la
política mundial se rigiera por parámetros de la sana lógica y por la ausencia de hipocresía en la aplicación
de los ideales consagrados en los manifiestos de derechos humanos, quizá
viviríamos en un mundo más equitativo y por ende, menos violento. Pero es innegable
que la inversión para aliviar la hambruna de decenas de miles de personas en el
cuerno africano, no arroja los rendimientos financieros, ni políticos, ni
territoriales que sirve la industria de las armas ni el plan de dominio sobre
los recursos preciados del planeta. Este es apenas un ejemplo del esquema
alrededor del cual gira nuestro mundo, en donde la muerte constituye un negocio
más rentable que la preservación de la dignidad de la especie humana.
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